Primeras páginas del libro “El Palestino”.
El 17 de abril de 2009 salí de la mezquita, como cada viernes durante los últimos años, sereno en mi espíritu, reforzado en mi fe… y desarmado. Me incomodaba la idea de acudir a la mezquita con la pistola. No solo porque las posturas y genuflexiones que implica el salat, el rezo en el Islam, podrían dejarla a la vista, y, teniendo en cuenta que desde el 11 de marzo de 2004 todas las mezquitas europeas están llenas de soplones y confidentes de la policía, no tardaría ni cinco minutos en ser detenido de nuevo, sino porque, en lo más profundo de mi identidad musulmana, la que tanto me esforcé por asumir estos años, introducir un arma en la mezquita me parecía una falta de respeto hacia ese lugar sagrado y hacia mis hermanos. Dijesen lo que dijesen mis instructores en la lucha armada.
Así que cada viernes, al acudir al rezo del mediodía, la dejaba en el coche, en el hotel o en la taquilla y la recogía al salir del templo. Durante mi formación paramilitar en Venezuela, mis camaradas guerrilleros me habían inculcado la rutina de las armas, imprescindible —según ellos— tanto para todo revolucionario como para todo mártir del Islam. Y más aún en circunstancias especiales como las de aquellos días, en que se suponía que debía escoltar de nuevo a un camarada libanés, ex responsable de inteligencia de Hizbullah, de visita en España…
Aquel viernes estaba en Madrid, esperando al oficial de Hizbullah, y había escogido la mezquita de Abu Bakr, en el número 7 de la calle Anastasio Herrero, más discreta que la famosa mezquita de la M-30 aunque entre sus paredes hayan rezado, infiltrados entre los cientos de musulmanes auténticos que la atestan cada día, algunos de los personajes más siniestros y emblemáticos de la historia del terrorismo internacional. Al salir, y una vez recuperada el arma, me dirigí a laoficina de correos en la cercana calle Mariano Fernández. Tenía una misión que cumplir antes de reunirme con mi hermano libanés para escoltarlo.
Otro hermano, el boliviano comandante Eduardo Rózsa Flores, veterano combatiente en la guerra de los Balcanes y líder de la Comunidad Islámica de Hungría, me había dado órdenes muy precisas para que enviase un paquete a su hermana Silvia, en Bolivia, y yo siempre cumplía las órdenes. Sobre todo si venían de tipos como Rózsa. Así que, después del salat, mandé el paquete a la dirección que me había dado el comandante Rózsa en su último e-mail esa misma semana.
Al salir de la oficina de correos solo tuve que caminar unos metros y cruzar la calle para llegar a un cibercafé que conocía del barrio. Como palestinovenezolano, mi presencia en el locutorio frecuentado por inmigrantes siempre había pasado desapercibida, cuando me tiraba ocho o diez horas seguidas ante el ordenador. Y esa tarde tenía mucho trabajo pendiente. Mi «padrino», Ilich Ramírez Sánchez, más conocido como Carlos el Chacal, me había enviado varios textos y fotografías que debía subir a su página web oficial: www.ilichramirez.blogspot.com.
Hacía meses que el Chacal me telefoneaba desde su prisión en París para darme instrucciones, al menos una o dos veces por semana. Teodoro Darnott, líder de Hizbullah-Venezuela, condenado a diez años de cárcel por colocar una bomba en la embajada norteamericana en Caracas, y cuya página web también controlaba yo,1 aún tenía acceso a Internet desde su celda en la central del espionaje venezolano, el helicoide de la DISIP,2 pero Carlos no tiene permitido el acceso a la red en la cárcel francesa donde cumple pena de cadena perpetua, acusado de más de ochenta asesinatos, así que me enviaba por correo postal todos los textos o fotografías que deseaba incluir en su web. Y yo seguía al pie de la letra sus instrucciones.
El comandante Ilich Ramírez se sentía especialmente satisfecho con mi labor, y así me lo había hecho saber repetidas veces. Sobre todo desde que, cinco meses antes, asistí en su nombre a una reunión en Suecia, para que él pudiese participar en dicho encuentro a través de mi teléfono móvil, permanentemente pinchado por los servicios secretos franceses. Poco antes le había informado de que, gracias a mis contactos en Al Jazeera y en grupos islámicos radicales, por fin había conseguido una copia de la única entrevista concedida por el jeque Osama Ben Laden después del 11-S, y nunca difundida. Valorábamos la posibilidad de incluir ese vídeo inédito en su página web. Gracias a esa web pudieron contactar conmigo miembros de los principales grupos «revolucionarios» del mundo: ETA, Hizbullah, FARC, Hamas, ELN… y también miembros del movimiento neonazi, revisionistas y antisionistas, implicados en la causa palestina. Faltaban menos de dos meses para que yo tuviese que declarar como testigo protegido en el macrojuicio contra Hammerskin España, una de las organizaciones neonazis en las que me había infiltrado para mi anterior reportaje, Diario de un skin. Y ahora, sin proponérmelo, había tenido que volver a infiltrarme en el movimiento nazi, y a frecuentar los mismos lugares y personas que durante mi investigación sobre los skinheads NS. Pero esta vez bajo la identidad de un activista palestino…
A través de la web oficial de Carlos el Chacal, precisamente, también habían contactado conmigo personajes como Eduardo Rózsa, compañero suyo durante las legendarias operaciones europeas que protagonizó Ilich Ramírez en los años setenta y ochenta. Desde entonces, y siguiendo las órdenes de Carlos, yo me había convertido en un intermediario entre el Chacal y su viejo camarada de aventuras en Hungría. Me acomodé ante el ordenador dispuesto a pasarme las siguientes horas respondiendo los e-mails que llegaban desde todo el globo para Carlos el Chacal, y actualizando su web, pero antes consulté mi correo. Y entonces el mundo se me cayó encima…
Desde que empecé esta infiltración, y en parte gracias a Eduardo Rózsa, había aprendido a manipular las redes sociales de Facebook, MySpace o Messenger, para tejer una comunidad internacional compuesta por miembros de diferentes grupos armados. Y además utilizaba el servicio de alertas de Google para rastrear a los hermanos y camaradas más afamados, con los que llevaba compartiendo mi vida desde el 11 de marzo de 2004. Cualquier noticia que se publicase en cualquier periódico del mundo sobre el líder de las Brigadas de Al Aqsa, Aiman Abu Aita; el fundador de Hizbullah-Venezuela, Teodoro Darnott; el «hombre de Al Zarqaui en España», Abu Sufian; el Chacal Ilich Ramírez, el tupamaro Chino Carías, el etarra José Arturo Cubillas o el comandante Eduardo Rózsa, entre otros muchos, llegaba automáticamente a mi e-mail. Los otros, los clandestinos, los que no eran terroristas famosos o fichados por los servicios de información, nunca llegaban a Google. Sin embargo, ese viernes 17 de abril se habían publicado cientos de noticias en la prensa internacional sobre Eduardo Rózsa, y las alertas de Google desbordaban mi buzón de correo electrónico.
No podía dar crédito, pero las fotografías de mi hermano musulmán, cosido a balazos esa madrugada en un hotel de Santa Cruz (Bolivia), eran muy elocuentes. Según los titulares de la prensa internacional, Rózsa y varios camaradas del comando que lideraba habían caído bajo el fuego de la policía boliviana, durante una violenta operación antiterrorista, destinada a abortar los supuestos planes magnicidas de mi hermano. Según aquellos titulares, la célula liderada por Eduardo Rózsa planeaba asesinar al presidente Evo Morales y convertir el estado de Santa Cruz en una nueva Euskadi, un nuevo Kosovo, libre e independiente del Estado boliviano, utilizando las técnicas de guerrilla que Rózsa había aprendido en la guerra de los Balcanes primero, y en sus viajes a Iraq después.
No era ni el primero ni el último de los camaradas que había conocido durante mi infiltración en las redes del terrorismo internacional que moría acribillado a balazos durante esta investigación. Antes de Rózsa, media docena de mis compañeros en este mundo violento y sangriento habían sido tiroteados. Y otros lo serían posteriormente. Pero el caso de Rózsa era distinto. Según aquellos titulares, mi camarada comandaba una célula terrorista que pretendía asesinar al presidente de una nación, así que era obvio que los servicios secretos bolivianos primero y los de otros países después comenzarían de inmediato a rastrear la pista de Rózsa. Y esa pista, estaba claro, les llevaría al Chacal y por lo tanto a mí.
Además, el paquete que había enviado esa misma mañana a la hermana del comandante, en Santa Cruz, llegaría pronto a Bolivia. Exactamente el 25 de abril, según me confirmaría Silvia más adelante. Y eso aún apuntaría más en mi dirección las pesquisas policiales y periodísticas. De hecho, mi nombre árabe aparecía en numerosos medios de comunicación bolivianos, desde el mismo día de la muerte de Rózsa. Mis colegas periodistas, al intentar averiguar algo sobre el líder del comando terrorista que presuntamente planeaba asesinar a Evo Morales, se habían encontrado con la última entrevista que Eduardo Rózsa había concedido antes de morir… y esa entrevista se la había hecho yo. En menos de cuarenta y ocho horas me convertiría en uno de los objetivos de mis colegas latinos, e incluso sería entrevistado, clandestinamente, en varios medios del país, donde defendí una y otra vez la memoria del comandante Rózsa y la inocencia del comandante Ilich Ramírez en los supuestos planes de matar a Evo Morales… Eso era lo que se esperaba de mí. Por supuesto, todo aquello reforzaba aún más mi identidad árabe en los círculos terroristas.
Pero la muerte del líder de la Comunidad Islámica de Hungría, a quien Carlos el Chacal se guardaba como un as en la manga y para el que tenía planes de futuro, marcó un antes y un después en mi infiltración. A partir de entonces mis relaciones con miembros de ETA, Hizbullah, Hamas, Yihad Islámico, las FARC, los Tupamaros, el ELN, las Brigadas de los Mártires de Al Aqsa, etcétera, no podrían ser mejores. Aunque ahora no solo corría el riesgo de ser descubierto como un periodista infiltrado en esas organizaciones, sino que podía terminar tiroteado, como mis camaradas, si los cuerpos de seguridad me confundían con un auténtico terrorista. Y no exagero.
Casualmente, un mes después de la muerte de Rózsa, el coche que yo solía conducir en Caracas voló por los aires. Ya en enero habían dejado un artefacto bajo el mismo, que en aquella ocasión no explotó. Pero en el segundo intento el viejo Seat Ibiza 1500 trasladado desde España y testigo de tantos encuentros clandestinos con grupos armados colombianos, vascos o venezolanos, en diferentes ciudades del país, ardió como una antorcha. Por fortuna no hubo heridos. Todavía hoy ignoro si aquel atentado fue obra de algún vecino escuálido, de algún otro grupo armado o de algún servicio de inteligencia. Todos ellos tenían en su lista de objetivos a un tal Muhammad Abdallah, que había sido visto en Palestina, Líbano, Venezuela, Egipto, Siria, Cuba, Jordania, Marruecos, Túnez, Mauritania y parte de Europa, tras el 11 de marzo de 2004, relacionándose con líderes de conocidas organizaciones terroristas…
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